El Tarot es conocimiento esotérico más exotérico. Al primero, lo “esotérico” lo emparentamos con el intuitivo, el conocimiento que no necesita de la razón sino de la “sensación”, este último término empleado en el sentido no fisiológico sino vivencial. Al segundo, en cambio, lo identificamos con aquello que es transmisible, verbalizable, razonable. Este último es el que se transmite en las aulas o, en este caso, a través de lecciones escritas y apuntes. El primero se acerca a la experiencia. Y en Tarot es igualmente negativo darle más valor a uno que al otro. Tanto se equivoca quien, aduciendo profundas intuiciones, desprecia el conocimiento enciclopédico o analítico, como quien se casa “con su librito”haciendo oídos sordos a lo que le dicta su percepción extrasensorial, aunque esos oídos sean los del espíritu. Porque la verdadera intuición nunca contradice a la razón, sino que ambas se complementan entre sí. De forma tal que interpretar una tirada de Tarot –conocemos unos cuantos casos de esos– ignorando el contenido analítico de lo simbólico porque su “intuición es infalible” es tan suicida como limitarse a aplicar dócilmente la letra escrita censurando las vocecitas interiores. El Esoterismo es, ante todo, equilibrio. Y también entre el conocimiento interior y el exterior.
Pongámoslo
de otra forma. Si yo aplico literalmente lo que enseñan mis apuntes (con desprecio
de lo que “siento”que las cartas me dicen), mi interpretación necesariamente ha
de ser incompleta. Si digo lo que me “parece” que las cartas “me” dicen
(ignorando olímpicamente el valor y significado que eruditos le han dado a
través de los siglos) es muy posible que me equivoque brutalmente. Sólo
buscando el punto de inflexión entre ambas lecturas haré de mi interpretación
algo coherente.
-Práctica,
práctica y más práctica. Aun equivocándose y “metiendo la pata”las veces que
sea necesario, es como se mejora la sensibilidad en esto de echar el Tarot. No tema
equivocarse groseramente muchas veces: sin duda lo hará. Pero mucho menos
permítase desalentarse por eso, ya que es la única condición –el viejo método
del ensayo y el error– de perfeccionarse de cara al futuro. Tirar el Tarot es como
andar en bicicleta: ¿ustedes conocen a alguien que, sabiendo andar en bicicleta,
lo haya aprendido sin caerse más de una vez?
- Tómese el
Tarot en serio. No lo rebaje a un frívolo juego de salón para entretener damas
aburridas en reuniones de sábados lluviosos. Trátelo con el respeto que se da
al conocimiento milenario: esa actitud, no necesariamente devocional pero sí respetuosa,
calibra mejor su percepción extrasensorial, porque no de otra cosa estamos
hablando.
- Tal vez el
aspecto más difícil en el aprendizaje del Tarot, frente al cual muchos claudican
fácilmente, es lo que yo llamo aprender a “enhebrar”las cartas, esto es, a leer
“de corrido” y con sentido una carta tras otra. Necesariamente, en el principio
usted sumará conceptualmente significado más significado, pero lo que le da trascendencia
a la tirada es la lectura global y coherente que pueda construir. Otra vez, no
hay fórmulas secretas para esto: sólo es cuestión de práctica.
La
“adivinación” a través de las cartas no es un proceso incognoscible. Las cartas
por sí mismas nunca “dicen” nada, en el sentido de “dictarnos” algún
conocimiento. Son, a los efectos prácticos, trozos de cartón pintado. Es el
agrupamiento de símbolos que encierran lo que dispara algo en nosotros. Pues
son cada uno de sus personajes, eventos y situaciones descriptos tanto en
arcanos mayores como menores, los que nos remiten a sucesivos arquetipos del
Inconsciente. Es decir, entelequias psicológicas que, en la memoria racial y
colectiva, codifican determinadas respuestas asociables a determinados
estímulos.
Baste
reseñar para el lego que un arquetipo es como el ladrillo psíquico de nuestra
personalidad, pero un ladrillo que no pertenece a la superestructura levantada
a lo largo de nuestra vida en función de las vivencias, sino que forma parte
del fundamento basal del edificio de nuestra vida. A través de los siglos y los
milenios, la repetición en el plano individual y colectivo de determinadas
experiencias críticas ha marcado a fuego la genética de nuestra especie, y esos
“recuerdos ancestrales”, transmitiéndose de generación en generación
(especialmente cuando son olvidados o soterrados por la cultura imperante)
aflorando como símbolos y signos que de lo colectivo, lo mitológico, se
reflejan en el macrocosmos de nuestras experiencias cotidianas.
El Arlequín,
Bufón o Loco, aquel que transgrede el “establishment”, destructivo en su
irresponsabilidad pero motivador en sus pasiones; el Sabio, que avanza lenta y serenamente
detrás de objetivos claros, apoyándose en el cayado de las experiencias e iluminando
su camino con la luz de la Razón; la Rueda de la Fortuna, repitiendo los ciclos
del ser a través de los tiempos; el sufrimiento expiatorio del Ahorcado; la
Luna, expresando la consciencia sólo como un reflejo del inconsciente, todos
símbolos emblemáticos, profundos en sabiduría, que encierran, en conjunto, las
claves de nuestra naturaleza mortal.
De forma tal
que las figuras que nos muestran las cartas no son el aleatorio producto de una
mente desequilibrada o el afán iluminista de algún mercachifle de la alta Edad
Media.
Sus figuras,
sus colores, cada uno de sus, en ocasiones, insólitos elementos asociados (las
letras en el Carro, el número preciso de “lágrimas” que derrama el Sol o el
pequeño pájaro negro a un costado de la Estrella, así como el Diablo sacando la
lengua o tomando una espada sin empuñadura) tienen una interpretación precisa.
Y, evocativamente, su contemplación meditativa (¿qué otra cosa hacemos cuando,
con un cierto vacío expectante en nuestro tórax, observamos en silencio las
cartas tratando de encontrar una respuesta a nuestras preguntas?) actúa en
nuestro inconsciente, porque, precisamente, en nuestro inconsciente encuentra
un eco, que es como decir, el retorno a la fuente de sus orígenes:
el arquetipo
dibujado en la carta no es más que, después de todo, un reflejo degradado del Arquetipo
que duerme en las sombras de los lejanos recovecos de nuestra psiquis más profunda.
Parapsicológica, es decir, la capacidad innata, latente en todos y cada uno de
nosotros, de producir, voluntaria o involuntariamente, fenómenos
parapsicológicos. Y esa asociación de ideas, de imágenes, esa correspondencia
psicoide entre el dibujo en el mundo material y la pulsión despertada en lo
mental detona esa Potencialidad.
Y en esa
circunstancia y ese contexto, afloran ciertos fenómenos parapsicológicos.
Como el de
la clarividencia, el conocimiento sin el uso de los sentidos físicos, de
información en tiempo presente. Y le contamos al consultante “la otra historia”
de su realidad, hoy.
O cuando esa
clarividencia se ambienta en tiempos pasados (retrocognición o postcognición)
o futuros (premonición o precognición) y hablamos de lo que ha sucedido
(y nadie ha venido a contárnoslo) o lo que podrá suceder –obsérvese, ya veremos
porqué, que he escrito “podrá suceder”y no “sucederá”– en el futuro.
Pero también
es posible que, en ese instante de recogimiento, una misma imagen mental esté
presente en dos psiquis simultáneamente; la del consultante y la mía, y hablaré,
entonces de telepatía.
Para,
finalmente, no olvidar que si en Parapsicología llamamos psicoquinesia a
las “modificaciones que el psiquismo hace en un sistema físico en evolución”
todo el proceso de barajado de las cartas conforma un sistema cerrado en
evolución, y nuestra acción, inconsciente, puede canalizar una psicoquinesia
que haga que, después de todo, no sea tan “azarosa”la disposición final de esas
cartas.
Por
supuesto, es posible que algún lector cuestione la validez de los fenómenos parapsicológicos
aquí mencionados. Si es así, lo siento; tal ignorancia (no lo digo en un sentido
ofensivo, sino en el estricto del diccionario) es problema suyo, no mío.
El segundo
aspecto digno de ser considerado tiene que ver con lo que podemos esperar del
Tarot. Soy consciente de que pocas, muy pocas personas, acuden al mismo con la actitud
espiritual e intelectual menester, esto es, haciendo de la entrevista una forma
de adoptar, con tiempo, actitudes y caminos constructivos ante la vida,
manteniendo en claro su discernimiento del absoluto libre albedrío que le
compete con respecto a su futuro. Muchos son los que acuden al Tarot como
último, desesperado intento de salvarse en la tormenta en que están naufragando
sus vidas. Muchos, también, creen que las cartas reflejan un destino inexorable
del que nadie, ni tirios ni troyanos, puede escapar. Y esbozar algunos
razonamientos respecto a qué podemos esperar (y qué no) del Tarot es tan importante
como aprender a echar correctamente las cartas.
Es tan vieja
como la humanidad misma la discusión respecto a si existe el libre albedrío, si
cada ser humano se encuentra frente al futuro como ante una página en blanco, o
si todo está inexorablemente escrito en ella: la voluntad de elegir frente al
determinismo tiene tantos adeptos como detractores. Y un ejercicio del
razonamiento nos enfrenta a algunas paradojas: mientras por un lado yo puedo elegir
entre, por ejemplo, seguir escribiendo estas líneas o detenerme e ir a
prepararme un café (a propósito, es una buena idea; ya regreso)...
... lo cual
alentaría la ilusión de que soy dueño del destino, no he podido elegir en mi vida,
por caso, cuándo nacer, dónde hacerlo, en el seno de qué familia. Esto es parte
de mi historia, que no es más que destino corriendo en un sentido negativo.
Podemos ir más allá y preguntarnos hasta qué punto lo que llamamos “libre
elección”es tal, como en el caso de optar entre el bien y el mal en mi
conducta. Si he crecido en un marco de buenos ejemplos familiares o sociales,
donde frecuentemente he visto en mí o en otros las favorables consecuencias de
la honestidad y el recto accionar, o por el contrario mi infancia y adolescencia
han transcurrido en un barrio donde los malos hábitos, la infidelidad, la mentira
eran moneda corriente, con el concepto de obtener pequeñas y cotidianas
ventajas de cada desliz hecho con astucia; ¿puede ser entonces realmente tan
libre mi elección?.
Con razón
Smiles escribió: “mucha gente no delinque no por virtud, sino por el temor
de ser descubierta”. Yo, mucho antes de saber siquiera que este caballero
existía, escribí alguna vez: “mucha gente es buena porque no tiene el coraje
de ser mala y arriesgarse a las consecuencias.”
Creo, de
todas formas, que el estudio del Esoterismo, como en tantos otros ámbitos, arroja
un poco de luz sobre esta cuestión: existe tanto el determinismo como el libre albedrío.
Hay cosas que podemos elegir, y otras en las cuales sólo matizar sus efectos.
Para
describirlo gráficamente, mi vida es como una barca navegando por el río. Puedo
dejarme arrastrar por la corriente (quizás velozmente a destino, quizás contra
unas rocas que asoman) o puedo, a fuerza de remo y transpiración, acercarme a
una orilla, a otra, anclar en el medio o remar contra corriente. Pero este es
el río de mi vida, y dentro de él, y sólo de él, me desenvuelvo. Sostengo que
el Tarot no muestra el futuro, sino hacia dónde llevan al consultante las
tendencias dominantes, que es lo mismo que decir qué ha de ocurrir
(agradable o desagradable) si él no hace nada por evitarlo. El viejo ejemplo:
un señor, la noche antes de volar de Washington a Londres, sueña que su avión
cae a poco de despegar y él fallece. A la mañana, asustado, cancela su reserva.
El avión despega y cae. Todos mueren, menos él, que se quedó en su hotel.
¿Hubo o no
hubo determinismo?. Depende de la lectura. No lo hubo cuando atendemos al hecho
de que el soñante no murió como su premonición parecía indicarle. Sí la hubo,
para los demás. Y esto transforma al Tarot en un arma formidable para construir
nuestras vidas: no, como dicen sus detractores (ninguno de los cuales, creo, se
dedicó algún tiempo a estudiarlo) un entretenimiento para espíritus débiles
ansiosos de una guía paternalista que les ayude a superar su ansiedad frente a
lo desconocido, no. Porque al Tarot, como filosofía esotérica que es, poco le
interesa si su marido le engaña con la rubia del edificio contiguo, o si su
jefe le sonríe en estos días porque en secreto paladea el momento de anunciarle
que por ahora (y unos cuantos años más) sus servicios son prescindibles; o si
su suegra es la bruja maléfica que todos sabemos. Esas necesidades urgentes de
todos los días le son indiferentes a una disciplina para la cual lo único
significativo es su crecimiento espiritual. Pero así como usted no tendrá mucho
ánimo de hablar de cosas espirituales si se encuentra con graves problemas, la
filosofía subyacente al Tarot es pragmática: sólo a través de superar sus
obstáculos cotidianos tendrá usted tiempo –y ganas– de preguntarse por las cosas
del espíritu. Y si llegado el momento (y dadas las condiciones) no lo hace,
problema suyo, amigo o amiga mía: su karma tomará debida nota de ello. Porque
una persona que ignore los fundamentos espirituales de nuestra vida cotidiana,
o que asfixiada por las angustias de todos los días no pueda reparar en esos
mecanismos, es digna de consideración y de ayuda. Pero una persona que,
habiendo tenido la oportunidad, desprecia (¿debería quizás haber escrito de-precia?)
tales asuntos, es absolutamente responsable de las consecuencias, y a llorar a
la iglesia más cercana.
Por eso es
necesario aclararle al consultante que, en el caso de aparecer una mala noticia,
esto no es necesariamente lo que, sí o sí, ha de ocurrir, sino lo que ha de
ocurrir si no se hace a tiempo lo necesario para evitarlo. Y por ello, también,
toda entrevista de Tarot debe profundizar las “alternativas” o “situaciones
bisagra” que pongan en manos del consultante la decisión de qué caminos tomar.
Pues el Tarot es un semáforo que nos advierte que debemos frenar antes del
próximo cruce, porque existe el riesgo de un accidente. Si hacemos caso omiso
del semáforo y apretamos el acelerador a fondo justo cuando está llegando un
camión al cruce por nuestra derecha y no lo vemos, la responsabilidad de las
consecuencias (¿adivinen qué?) es nuestra.
Por la misma
razón, creo que toda mala noticia que aparezca expresada en los símbolos de las
cartas debe ser dicha al consultante pues, si por prurito no lo hacemos, le
quitamos de las manos la única posibilidad que tenía de hacer algo para
evitarlo.
Finalmente,
no creo que la razón de ser de una entrevista de Tarot sea deslumbrar a nuestro
consultante con nuestras capacidades, la exactitud de nuestros aciertos o cómo somos
capaces de saber de él lo que él ya sabía (una verdadera pérdida de tiempo y dinero,
debo decir). Mucho menos, valernos de ello para inspirar una actitud
reverencial en el consultante hacia nosotros, aconsejándole qué debe hacer,
cuándo y cómo. Que hayamos desarrollado nuestras percepciones para profundizar
intuitivamente en una situación no es sinónimo de que hayamos ampliado nuestro
sentido común para recomendar qué hacer, especialmente cuando uno descubre que
un consejo es lo que uno haría de estar en esa circunstancia,
pero ocurre que uno no es el consultante ni está en su circunstancia. Sí, en
todo caso, ampliar su cosmovisión de la situación, enriquecer su evaluación con
información accesoria, ayudarle a distinguir lo importante de lo urgente (ya que
no son sinónimos) e, indirectamente, alimentar en él el sentimiento de que
existen maneras correctas de ser y de hacer las cosas, aun cuando todo parece
derrumbarse a nuestro alrededor. Si usted descubre cómo el Tarot le ayuda a
lograr esto, ¿no cree que es quizás más de lo que pueden prometerle las
pitonisas de avisos clasificados?.
Un
comentario final, que tiene que ver con el grado de aciertos esperable. El
Tarot es un arte, no una ciencia, y menos exacta. Depende de muchos (e
imponderables) factores: astrológicos, de salud física y mental, de “feeling” con
quien viene a consulta, de lo que cenamos anoche... El porcentaje de aciertos
ha de ser alto, pero nunca es total. Desconfíe, entonces, de quienes se
autopromocionan como infalibles, y tampoco sea demasiado cruel con su buena
tarotista que alguna vez erró un pronóstico, aunque ese error le haya costado a
usted algunos euros (o dólares, o lo que fuere) en la consulta: los
metereólogos se equivocan más, y los llaman científicos. Y, cada año, en cada
país, con fondos privados o públicos, se invierten millones de euros en
“encuestas de opinión” que entre gráficos y estadísticas pronostican desde un
resultado electoral hasta la evolución macroeconómica... con la misma habilidad
con que después explican porqué sus resultados no se cumplieron. Y todos
contentos.
Fernando González Silva
Vigo, 21 de Abril 2005
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