Los Himalaya, entrada etérica al reino de Shambala
Entre los antiguos mitos budistas figura un paraíso perdido, conocido como
Chang Shambhala, la fuente de la sabiduría eterna donde vivían seres inmortales
en armonía perfecta con la naturaleza y el universo. En la India, oculto entre
los Himalayas, se llama Kalapa, mientras que la tradición china lo ubica en los
montes Kun Lun.Asimismo, en la antigua Rusia se hablaba de la legendaria
Bielovodye, la Tierra de las Aguas Blancas, donde vivían santos ermitaños de
inmensa sabiduría. James Hilton, en su novela Horizontes Perdidos, recreó el
mito y lo llamó Shangri-La.
El Hinduismo, el Shamanismo y el Budismo, todos ellos conservan tradiciones que
postulan a Shamballa como la fuente misma de su religión. Por miles de años se
han escuchado relatos acerca de algún lugar más allá del Tíbet, entre los
majestuosos picos y apartados valles del Asia central, que persiste como un
paraíso inaccesible, un oasis de sabiduría universal y paz, llamado Shamballa.
H. P. Blavatsky fue la primera ocultista occidental que escribió sobre la
existencia de aquel santuario del Asia Central, al que llamó mítica Shamballah.
Dijo que era una ciudad etérica en el Desierto de Gobi que servía de cuartel
invisible a los Mahatmas, la Gran Fraternidad de Maestros Espirituales que
trabajan detrás de la escena, guiando y protegiendo a la humanidad.
También sabemos que, en los años treinta, Nicholas Roerich, el artista e
instructor espiritual ruso, pasó muchos años en expedición por aquella parte
del globo, en busca de Shamballa y su Sabiduría. Por las mismas fechas, también
se conocía a Shamballa por el nombre de Shangri-la, así mencionada por James
Hilton en Horizontes Perdidos (1933). Tanto en la novela, como en el film que
le siguió, esta tierra fue retratada como un centro de felicidad, propósito y
eterna juventud.
EL SHANGRI-LA DE JAMES HILTON
Como esos espejismos que en el desierto siempre están unos pasos delante pero
el viajero sediento nunca alcanza, Shangri-La es un mundo escondido al cual
parece imposible acceder. La antigua creencia budista dice así: Para llegar, no
es preciso contar con un mapa o guías avezados, sólo es necesario estar
preparado íntimamente. Entonces, lo inefable aparecerá ante la vista en todo su
esplendor. ¿Es Shangri-La el paraíso perdido donde habitan hombres perfectos,
la Kalapa de los hindúes? ¿Es el valle oculto de Kun Lun donde, según los chinos,
viven seres inmortales? ¿Es la Tierra de las Aguas Blancas, la Bielovodye rusa,
aquella de los santos ermitaños de gran sabiduría? ¿O es Chang Shambhala, el
lugar sagrado de los budistas donde se encuentra la fuente de la eterna
sabiduría? Es todos y no es ninguno. Como los espejismos, está y no está. Sólo
espera al peregrino de corazón límpido y espíritu abierto para ofrendarle sus
misterios.
En su novela Horizontes Perdidos, el escritor inglés James Hilton construyó un
mundo ideal, al que llamó Shangri-La (un nombre de su invención convertido al
poco tiempo en sinónimo de lugar edénico). Estaba poblado por un grupo de
elegidos provenientes de distintas partes del mundo y eran gobernados por un
Dalai Lama muy especial: el misionero católico Francois Perrault, de la orden
de los Capuchinos, que había arribado al Tíbet en 1734 y seguía vivo hacia
1930, fecha en que transcurre la mayor parte de la novela. Hugh Conway, joven
cónsul inglés en la India, llega con otros tres británicos hasta este oculto valle
tibetano después de un accidentado viaje en avión.
Cuando Conway vio Shangri-La, se enfrentó con una extraña y casi irreal
aparición: un grupo de coloridos pabellones se agrupaban en la ladera de la
montaña. Era soberbio y exquisito. Una contenida emoción llevaba la mirada
desde los leves techos azules hasta la tremenda mole gris de la roca. Más allá,
lo rodeaban los picos y pendientes nevados del Karakal.
En el antiguo monasterio budista, Conway y sus compañeros de viaje encuentran
un lugar donde la reducida comunidad de lamas intenta conservar los tesoros de
la civilización, amenazados por la violencia de una época en que el hombre, al
regocijarse con la técnica del homicidio derramará una rabia tan ardiente sobre
el mundo que toda cosa preciosa estará en peligro. El mundo que acababa de
salir de la Primera Guerra Mundial y advertía la cercanía de nuevas tragedias
que se trasluce en las páginas de Horizontes Perdidos, donde el idílico
universo tibetano que construye Hilton no es una promesa de futuro, un rescate
del pasado ideal, del paraíso perdido por la civilización de la máquina.
Cuando Hilton ubicó a su mítica Shangri-La en el Tíbet, los lectores
occidentales de su novela fueron fascinados por ese mundo misterioso que desde
antiguo había atrapado el interés de misiones y expedicionarios. Desde los
principios del siglo XVI, los jesuitas intentaron llegar a esas altas mesetas
cercanas del Himalaya donde se creía existía una antigua comunidad de
primitivos cristianos.
Cuando finalmente el padre Antonio de Andrade logró atravesar mil obstáculos y
acceder al prohibido reino de Guge, se encontró con los lamas, monjes budistas
de muy extrañas y crueles costumbres: entre ellas, el asesinato deliberado de
numerosos campesinos elegidos al azar, ceremonia que se cumplía una vez por año
y mediante la cual los muertos alcanzaban la eterna felicidad. Asimismo,
sorprendió a los misioneros europeos el hábito de los lamas de adornar sus
vestidos con huesos humanos. A lo largo de los siglos siguientes, los jesuitas
enviaron numerosas misiones al Tíbet para ser finalmente reemplazados, según
orden papal, por la orden de los Capuchinos.
A principios del siglo XX, la escritora francesa Alexandra David-Néel, gran
conocedora de la religión budista, recorrió caminos escarpados y enfrentó
lluvia, barro, nieve, granizo y la hostilidad de tibetanos, chinos e ingleses
hasta llegar a las lamaserías. Libros suyos como Magia y misterio en el Tíbet
contribuyeron a alimentar en Occidente la imagen legendaria de un país
inaccesible y misterioso. A través de sus obras se difundió la capacidad de los
monjes tibetanos para entrar en profundos trances, levitar y dominar las
sensaciones corporales, como también la creencia de que podían predecir el
porvenir, virtudes que Hilton atribuye a los lamas de Shangri-La.
En uno de sus relatos, David-Néel describe cómo un lama se eleva en el aire en
forma que parecía sobrenatural: Pude ver su rostro impasible, perfectamente
tranquilo, con los ojos abiertos y la mirada fija en algún lugar muy elevado.
El hombre no corría, parecía elevarse del suelo y avanzaba a saltos. Sus pasos
tenían la regularidad de un péndulo.
Entre los
antiguos mitos budistas figura un paraíso perdido, conocido como Chang
Shambhala, la fuente de la sabiduría eterna donde vivían seres inmortales en
armonía perfecta con la naturaleza y el universo. En la India, ese lugar
maravilloso perdido en el Himalaya se llama Kalapa, mientras la tradición china
lo ubica en los montes Kun Lun. Asimismo, en la antigua Rusia -donde no había
llegado la creencia budista pero se alimentaba de leyendas orientales llevadas
allí por las invasiones tártaras- se hablaba de la legendaria Bielovodye, la
Tierra de las Aguas Blancas, donde vivían santos ermitaños de inmensa
sabiduría.
La existencia de túneles bajo el palacio de Potala en Lhasa se entreteje con
otro mito tibetano cultivado por escritores europeos. En su novela Shambhala,
el espiritista ruso Nikolai Roerich habla de Agharti (deformación de Agharta,
nombre del paraíso subterráneo budista) como del lugar donde estaba Chang
Shambhala, sede del rey del mundo. Según Roerich, Agharti estaba relacionado
con todos los continentes por medio de pasadizos secretos.
Shangri-La es tan enigmático y evasivo como el mismo Tíbet, donde lo ubicó el
novelista James Hilton. En el valle de la Luna Azul está el mítico reino
intemporal de hombres sapientes y longevos. Un lugar en donde se contempla la
salida del Sol mientras que los hombres del mundo exterior sólo oyen la alarma
del reloj que los reclama para sus urgentes obligaciones.
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