Hace años tuve el placer de leer el libro de Giovanni Papini- Historia de Cristo. Este maravilloso libro llegó en uno de esos momentos en la vida en el que uno flaquea, tanto a nivel espiritual como personal y tengo que reconocer que represento un aporte vital de vitaminas y energía. Desde aquí un saludo afectuoso a Victoria, esa persona que en aquel momento me regaló tan preciado libro que, todavía hoy, permanece en mi biblioteca.
La primera parte de este post trata de varias referencias de wikipedia a dicho Sermón y la segunda parte son reflexiones de Papini.
El Sermón del monte o de la montaña fue, de acuerdo al Evangelio según Mateo, un sermón dado por Jesús de Nazareth a sus discípulos y a una gran multitud (Mat. 5:1; 7:28). La tradición dice que la alocución se desarrolló en la ladera de una montaña (de ahí su nombre). Algunos cristianos contemporáneos creen que se trataba de un monte al norte del Mar de Galilea, cerca de Capernaum.
El Sermón del Monte puede ser considerado como similar (pero más sucinto) al Sermón del Llano como se menciona en el Evangelio según Lucas (Lucas 6:17–49). Algunos comentaristas creen que puede tratarse de versiones distintas del mismo texto, mientras que otros dicen que Jesús predicaba frecuentemente temas similares en diferentes lugares. En tercer lugar, hay quienes creen que ninguno de los sermones realmente existió, sino que ambos son compilaciones de las primeras enseñanzas de Jesús tal como se muestran en Mateo y Lucas.
Probablemente la porción más conocida son las Bienaventuranzas que se encuentran al inicio. También contiene el Padrenuestro, así como la versión de Jesús de la Regla de Oro. Otros versículos citan a menudo la referencia de "sal de la tierra", "luz del mundo" y otras. Para muchos, el Sermón del Monte contiene las disciplinas principales del cristianismo y es considerado como tal por muchos pensadores morales y religiosos como Tolstoy y Gandhi. El erudito del Nuevo Testamento Barnett Hillman Streeter, Oxford, estableció ya en la década de 1930 que "la enseñanza moral de Buda tienen cuatro parecidos notables con el Sermón de la Montaña".
Narrativa introductoria: una multitud sigue a Jesús por su fama de sanador de enfermedades. Luego, Jesús sube a un monte y comienza a hablar (Mateo 5:1-2)
Bienaventuranzas (Mateo 5:3-12):
- Bienaventurados los pobres en el espíritu: porque de ellos es el reino de los cielos. (Versículo 3) Mal traducido en las biblias, porque es en El espíritu. Del griego(to pneumati)(tiene artículo).
- Bienaventurados los mansos: porque ellos poseerán la tierra. (Versículo 4)
- Bienaventurados los que lloran: porque Dios los consolará. (Versículo 5)
- Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia: porque ellos serán saciados. (Versículo 6)
- Bienaventurados los misericordiosos: porque ellos obtendrán misericordia. (Versículo 7)
- Bienaventurados los puros de corazón: porque ellos verán a Dios. (Versículo 8)
- Bienaventurados los pacificadores: porque ellos serán llamados hijos de Dios. (Versículo 9)
- Bienaventurados los que sufren persecución por [causa de] la justicia, pues de ellos es el reino de los cielos. (Versículo 10)
El Reino no es algo solamente futuro. Hoy, ya vive a través de los que como
Jesucristo, como los pobres en el Espíritu, buscan la justicia sin miedo de ser
perseguidos.
El Sermón de la Montaña es el título más grande de la existencia de los hombres. De la presencia de los hombres en el infinito universo. La justificación de nuestro vivir. La patente de nuestra dignidad de seres provistos de alma. La prenda de que podremos elevarnos sobre nosotros mismos y ser más que hombres. La promesa de esta posibilidad suprema, de esta esperanza, de nuestra ascensión sobre la Bestia.
Sí un Ángel, descendido hasta nosotros de un mundo superior, nos pidiese lo mejor y de más alto precio que tuviéramos en nuestras casas, la prueba de nuestra certidumbre, la obra maestra del espíritu en lo más alto de su poder, no le llevaríamos ante las grandes máquinas engrasadas, ante los prodigios mecánicos de los que estúpidamente nos envanecemos siendo así que han hecho la vida más esclava, más afanosa, más corta — son, las más de las veces, materia al servicio de necesidades y superfluidades materiales —; mas le ofreceríamos el Sermón de la Montaña y después, únicamente después, un centenar de páginas arrancadas de los poetas de todos los pueblos. Pero el Sermón sería siempre el diamante único, refulgente en su límpido esplendor de luz deslumbrante entre la coloreada miseria de las esmeraldas y de los zafiros.
Y si un día fuesen llamados los hombres ante un tribunal sobrehumano, y hubiesen de dar cuenta a los jueces de todos los errores cometidos y de las antiguas infamias renovadas todos los días, y de los estragos que duran desde hace milenios, y de toda la sangre salida de las venas de nuestros hermanos, y de todas las lágrimas vertidas por los ojos de los hijos de los hombres, y de nuestra dureza de corazón, y de nuestra perfidia, que es comparable únicamente con nuestra imbecilidad, no llevaríamos ante ese tribunal las razones de los filósofos, por sabias y bien hiladas que sean, ni las ciencias, sistemas efímeros de símbolos y de recetas; ni nuestras leyes, turbias componendas entre la ferocidad y el miedo. No mostraríamos, como compensación de tanto mal y resarcimiento de nuestras empedernidas morosidades, como descargo de sesenta siglos de atroz historia y como atenuante única de todas las acusaciones, nada más que los pocos versículos del Sermón de la Montaña y los frutos que ha producido.
Quien lo ha leído una vez y no ha sentido, al menos en el breve momento de la lectura, un estremecimiento de agradecida ternura, un principio de llanto en lo más hondo de la garganta, un ansia de amor y remordimiento, una necesidad confusa pero punzante de hacer algo para que aquellas palabras no sean tan sólo palabras, para que aquel sermón no sea únicamente sonido y símbolo sino esperanza inminente, vida viva en todos los vivos, verdad presente, verdad para siempre y para todos; quien lo ha leído una vez y no ha experimentado todo esto, mejor que ningún otro merece nuestro amor, porque todo el amor de los hombres no podrá nunca compensarle de lo que ha perdido.
La Montaña sobre la cual estaba Jesús el día del Sermón, era ciertamente menos alta que aquella desde donde Satanás le había hecho ver los reinos de la tierra. Desde allí no se veía más que la campiña tendida al sol manso de la tarde, y de una parte el óvalo verde-plata del lago y de la otra la larga cresta del Carmelo, donde Elías venció las asechanzas de los secuaces de Baal. Pero desde aquel monte humilde, que únicamente la hipérbole de los cronistas llamó montaña, y tal vez fuera un altozano o una roca apenas elevada de la tierra, desde aquel monte que ni siquiera merecía el nombre de monte, Jesús hizo ver el Reino que no tiene fin ni confín, y escribió en la carne de los corazones — no en tablas de piedra, como en el Sinaí — el canto del hombre nuevo, el himno de la soberana excelencia.
"¡Cuán bellos son los pies de aquel que sobre los montes anuncia y predica la paz!" . Isaías no fue nunca tan profeta como en el momento en que le brotaron del alma estas palabras.
Jesús estaba sentado en una altura en medio de los primeros Apóstoles, cercado por centenares de ojos que miraban sus ojos, y alguien le preguntó a quién correspondería ese Reino de Dios del que tanto hablaba siempre.
Jesús respondió con las nueve Bienaventuranzas, que son como el peristilo, "fúlgido de fulgor", de todo el Sermón.
Las Bienaventuranzas, frecuentemente deletreadas todavía hoy por aquellos mismos que han perdido su sentido, frecuentemente se interpretan mal. Muy a menudo se las amputa, se las mutila, se las deforma, se las envilece, se las tuerce. Y con todo, compendian el primer día, aquel festivo día de la enseñanza de Jesús.
"Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos". Lucas omitió las palabras "de espíritu" y dijo, sin más: los pobres. Alguien, moderno y malicioso, entendió los simples, los tontos, los beocios. Habría que escoger, en suma, entre los desheredados y los imbéciles.
Jesús no pensaba en aquel momento ni en los unos ni en los otros. Jesús no simpatizaba con los ricos y detestaba con toda su alma la avidez de la riqueza, estorbo grandísimo al verdadero enriquecimiento del alma. Jesús prefería a los pobres, y los confortaba porque tienen más necesidad de calor, y les hablaba porque tienen más necesidad de ser saciados con palabras de amor; pero estaba lejos de pensar que bastase el ser pobre — material, socialmente pobre — para sin más tener derecho a gozar del Reino.
Jesús nunca mostró admiración de esa inteligencia que es sólo inteligencia de cosas abstractas y memoria de frases; los puramente sistemáticos y metafísicos, los sofistas, los escudriñadores de la naturaleza, los devoradores de libros no hubieran hallado gracia ante sus ojos. Pero la inteligencia, el poder de entender los signos de lo porvenir y el sentido de los símbolos — la inteligencia iluminadora y profética, adueñamiento amoroso de la verdad — era también un don a sus ojos, y muchas veces lamentó que tan poca demostrasen sus oyentes y sus discípulos. La suprema inteligencia consistía para él en comprender que la inteligencia sola no basta, que es menester también dar el alma para obtener la felicidad — porque la felicidad no es sueño absurdo, sino siempre — posible y al alcance de la mano —, pero que la inteligencia debe ayudarnos en esa total transmutación. No eran, pues, los tontos y los mentecatos a quienes llamaba bienaventurados.
Pobres de espíritu son aquellos que tienen plena y dolorosa conciencia de su pobreza espiritual, de la imperfección de su propia alma, de la escasez de bien que hay en todos nosotros, de la indigencia moral en que yace la mayoría. Solamente los pobres que saben de veras que son pobres padecen su pobreza, y porque padecen intentan salir de ella. Muy diferentes de los falsos ricos, de los ciegos, de los orgullosos ricos que se creen perfectos e imperfectibles, en regla con todos, en gracia de Dios y de los hombres, y no sienten el ansia de ascender, porque se creen en lo alto, porque no se dan cuenta de su insondable miseria.
Aquellos, pues, que se confiesen pobres y padezcan por conquistar la verdadera riqueza que es la perfección, llegarán a ser santos como santo es Dios y de ellos será el reino de los Cielos. Aquellos, por el contrario, que descansen satisfechos en el contento de sí mismos, que no sientan el hedor de la basura amontonada y oculta bajo la vanagloria, no entrarán en el Reino.
“Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra". La tierra que aquí se promete no es el campo del terruño ni las monarquías con ciudades construidas. En el lenguaje mesiánico, "poseer la tierra" significa participar en el nuevo Reino. El soldado que combate por la tierra terrestre tiene cierta necesidad de ser feroz. Pero el que combate en sí mismo por la conquista de la nueva tierra y del nuevo cielo, no debe entregarse a la rabia, consejera del mal, ni a la crueldad, negación del amor. Los mansos son aquellos que soportan la vecindad de los malos y la propia, muchas veces más ingrata; que no se revuelven contra los malos, pero los vencen por la dulzura; y no se enfurecen a las primeras contrariedades, sino que vencen al eterno adversario con aquella plácida constancia que manifiesta más fuerza de ánimo que los estériles y súbitos furores. Son semejantes al agua, que es suave al contacto y hace sitio a todos, pero que asciende lentamente, penetra en silencio y consume mansamente, con la paciencia de los años, los más duros pedernales.
"Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados". Los afligidos, los lacrimosos, los que sienten asco de sí mismos y compasión del mundo y no viven en la ebria y supina estupidez de la vida corriente y lloran la infelicidad propia y la de sus hermanos, y lloran los esfuerzos fallidos y la ceguera que retrasa la victoria de la luz — porque la luz del cielo no aprovecha a los hombres si los ojos de éstos no la reflejan —, y lloran la lejanía de ese bien infinitas veces soñado, infinitas veces prometido y, sin embargo, por culpa nuestra y de todos, cada vez más lejano; los que lloran las ofensas recibidas, sin aumentar los afanes con las venganzas, y lloran el mal que han hecho y el bien que hubieran podido hacer y no han hecho; los que no se desesperan por haber perdido un tesoro visible, sino que ansían los tesoros invisibles; los que así lloran, apresuran con las lágrimas la conversión, y es justo que un día sean consolados.
"Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán hartos". La justicia que Jesús entiende aquí no es la justicia de los hombres, la obediencia a las leyes humanas, la conformidad a los códigos, el respeto de los usos y transacciones establecidos por los hombres. El justo, en la lengua de los salmistas y los profetas, es el hombre que vive según la voluntad de Dios, arquetipo supremo de toda perfección. No según la Ley escrita por los escribas, registrada en los libros, diluida en la casuística talmúdica, enturbiada por la sutileza de los fariseos, sino según la ley única y sencilla que Jesús reduce a un mandamiento que los contiene todos: Ama a Dios sobre todas las cosas y a todos los hombres, próximos y lejanos, conciudadanos y extranjeros, amigos y enemigos, como a ti mismo. Aquellos que padecen un continuo deseo de esta justicia calmarán en el Reino su hambre y su sed. Aunque no consigan ser en todo perfectos, mucho les será condonado por lo que la víspera padecieron.
"Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos hallarán misericordia". El que ame será amado, el que socorra será socorrido. La ley del Talión está abolida para el Mal, pero continúa en vigor para el Bien. Cometemos de continuo pecados contra Dios, y esos pecados no nos serán perdonados mientras no perdonemos los cometidos contra nosotros. Cristo está en todos los hombres, y lo que a ellos hagamos nos será hecho "Lo que hagáis al más pequeño de vosotros, me será hecho a mí". Si tenemos compasión de los demás podremos tener compasión de nosotros mismos; únicamente con la condición que perdonemos el mal que los demás nos han hecho podremos esperar que Dios nos perdone el que nos hagamos a nosotros mismos.
"Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios”. Son limpios de corazón los que no tienen otro deseo que la perfección, otra gloria que la victoria sobre el mal que por doquier nos acecha. Quien tenga el corazón rebosante de locos deseos, de ambiciones terrestres y de todas las concupiscencias que acucian a la gusanera que se retuerce sobre la tierra, no podrá ver nunca a Dios cara a cara, nunca le será grato naufragar en su feliz magnificencia.
"Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios". Los pacíficos no son los mansos de la segunda Bienaventuranza. Estos no respondían al mal con el mal; los pacíficos llevan el bien donde está el mal; firman las paces donde se enfurecen las guerras. Cuando Jesús dijo que había venido a traer guerra y no paz, entendía por ello la guerra al Mal, a Satanás, al Mundo; al Mal, que es ofensa; a Satanás, que mata; al Mundo, que es continua refriega; entendía, en suma, la guerra a la guerra. Los pacíficos son precisamente los que mueven guerra a la guerra, los aplacadores, los procuradores de la concordia. El origen de toda guerra es el amor de si mismo — el amor que se convierte en amor de las riquezas, orgullo de lo poseído, envidia de quien tiene más, odio a los émulos — y la nueva Ley viene a enseñar la propia abnegación, el desprecio de los bienes que se pueden medir, el amor a todos los hombres, incluso a aquellos que nos odian. Los pacíficos que enseñan y practican este amor, arrancan la raíz de toda guerra; cuando todo hombre ame a sus hermanos como a si mismo, no habrá guerras, ni pequeñas, ni grandes, ni domésticas, ni imperiales, ni de palabra, ni de obra, entre hombre y hombre, entre casta y casta, entre pueblo y pueblo. Los pacíficos habrán aquietado la tierra y serán llamados con justicia hijos de Dios, y entrarán los primeros en el Reino que Jesucristo viene a fundar,
"Bienaventurados los que sufren persecución por la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos". Yo os mando a fundar este Reino que es el Reino de Dios, de esa más alta justicia que es el amor, de esa bondad paternal que se llama Dios; os mando, pues, para combatir a los sostenes de la injusticia, a los lacayos de la materia, a los prosélitos del Adversario. Éstos, asaltados, se defenderán; para defenderse, os ofenderán. Seréis torturados en el cuerpo, atormentados en el alma, privados de la libertad y tal vez de la vida. Pero si aceptáis el sufrir alegremente para llevar a los demás la Justicia que os hace sufrir, esa persecución será título indubitable para entrar en ese Reino que, en la parte que os corresponde, habéis fundado.
"Bienaventurados cuando os ultrajen y, mintiendo, digan de vosotros toda clase de males. Alegraos y regocijaos porque grande es vuestra recompensa en los cielos; que así antes que a vosotros han perseguido a los Profetas”. La persecución es especialmente material, en el orden físico, en el orden jurídico y en el político. Os podrán quitar el pan y la pura luz del sol y la libertad y querrán quebrantaros los huesos. Pero no bastará la persecución. Aguardad el insulto y la calumnia. No se contentarán con condenaros porque queráis cambiar a los hombres bestias en santos; aquellos, tendidos en la basura hedionda de la animalidad, no quieren de ninguna manera salir de ella ni se contentarán con destrozaros el cuerpo. Os llegarán al alma, os acusarán de toda torpeza, os lapidarán con vituperios y contumelias; y los cerdos dirán que sois sucios, los asnos jurarán que sois ignorantes, los cuervos os acusarán de que coméis carroña, los carneros os arrojarán por malolientes, los disolutos os tildarán de lujuriosos, y los ladrones os denunciarán por hurto. Pero vosotros debéis alegraros cada vez más, porque el insulto de los malos es consagración de vuestra bondad, y el barro que os lanzaren los impuros, prenda de vuestra pureza. Esta es, como dirá San Francisco, la perfecta Alegría "Sobre todas las gracias que Cristo concede a sus amigos está la de vencerse a sí mismo y sufrir de buen grado penas, injurias, oprobios y molestias, porque de todos los demás dones de Dios no podemos gloriarnos, porque no son nuestros, sino de Dios; pero de la tribulación y la aflicción podemos gloriarnos, porque eso es nuestro". Todos los Profetas que han hablado en la tierra han sido insultados por los hombres; lo mismo acaecerá a los que han de venir. Precisamente en eso se conoce a los Profetas: cuando, llenos de fango y cubiertos de vergüenza, pasan entre los hombres, alegre el semblante, sin dejar de decir lo que les dicta la conciencia. No basta el fango para cerrar los labios de los que han de hablar. Aunque maten al Profeta, no podrán reducirlo al silencio, porque su Voz, multiplicada por las resonancias de la muerte, se dirá en todas las lenguas y por todos los siglos.
Con esta promesa concluyen las Bienaventuranzas. Los ciudadanos del Reino están hallados y contraseñados. Todo el mundo podrá reconocerlos. Los refractarios están advertidos; los que peligran, confortados.
Los avaros, los soberbios, los satisfechos, los violentos, los injustos, los guerreadores, los que ríen, los que no tienen hambre de perfección, los que persiguen y ultrajan, no podrán entrar en el Reino de los Cielos. No podrán entrar hasta que ellos, a su vez, no hayan sido vencidos y cambiados, convertidos en lo contrario de lo que son hoy. Los que parecen bienaventurados según el mundo, aquellos a quienes el mundo envidia, imita y admira, están más lejos de la verdadera bienaventuranza que los demás a quienes el mundo desprecia y detesta. En este preámbulo exultante Jesús ha invertido las jerarquías humanas; ahora, continuando, invertirá los valores de la vida y ninguna otra evaluación será tan divinamente paradójica como la suya.
Fuerteventura, 06 de Septiembre de 2012
- Las metáforas de sal y luz (Mateo 5:13-16), que operan como introducción a la siguiente sección.
- Un gran discurso conocido como la Antítesis de la Ley, que presenta una antítesis en la cual Jesús expande y adapta la Ley de Moisés (Mateo 5:17-48) y contrapone al lema ojo por ojo, diente por diente, el amor a los enemigos...
- Un largo discurso que trata los temas de la limosna, la oración y el ayuno. En él se condena a quienes practican estos actos para obtener la aprobación de la gente, no realizándolos por una actitud real del corazón. El discurso condena la superficialidad del materialismo y la religiosidad hipócrita.
- Dentro del discurso está el Padre nuestro, que se presenta en Mateo como un ejemplo de una correcta oración. Lucas lo inserta en un contexto diferente.
- Un discurso que trata sobre el error de enjuiciar a los demás antes de juzgarse uno mismo.
- El resto del capítulo trata sobre:
- No dar "lo santo a los perros". (Mateo 6:6)
- "Pide y recibirás, busca y encontrarás, golpea y las puertas se te abrirán". (Mateo 7:7-11)
- "Haz a otros lo que quieres que te hagan a ti", adaptación de Jesús de la llamada ética de la reciprocidad, sintetiza la Ley de Moisés. (Mateo 7:12)
- El camino delgado y difícil lleva a la vida, el amplio y fácil lleva a la destrucción: muchos toman el camino fácil y pocos encuentran el camino difícil. (Mateo 7:13-14)
- Tomar cuidado de los falsos profetas: son lobos con piel de oveja; por sus "frutos" se les conoce; el buen árbol no produce mala fruta y el árbol malo no puede producir buenos frutos. (Mateo 7:15-20)
- Hacer la voluntad de Dios Padre en lugar de sólo invocar el nombre de Jesús. (Mateo 7:21-23)
- "Quien quiera seguir estas palabras construirá sobre roca y sobrevivirá; quien no, construye en arena y será destruido". (Mateo 7:24-27)
- Epílogo. (Mateo 7:28-29)
El Sermón de la Montaña es el título más grande de la existencia de los hombres. De la presencia de los hombres en el infinito universo. La justificación de nuestro vivir. La patente de nuestra dignidad de seres provistos de alma. La prenda de que podremos elevarnos sobre nosotros mismos y ser más que hombres. La promesa de esta posibilidad suprema, de esta esperanza, de nuestra ascensión sobre la Bestia.
Sí un Ángel, descendido hasta nosotros de un mundo superior, nos pidiese lo mejor y de más alto precio que tuviéramos en nuestras casas, la prueba de nuestra certidumbre, la obra maestra del espíritu en lo más alto de su poder, no le llevaríamos ante las grandes máquinas engrasadas, ante los prodigios mecánicos de los que estúpidamente nos envanecemos siendo así que han hecho la vida más esclava, más afanosa, más corta — son, las más de las veces, materia al servicio de necesidades y superfluidades materiales —; mas le ofreceríamos el Sermón de la Montaña y después, únicamente después, un centenar de páginas arrancadas de los poetas de todos los pueblos. Pero el Sermón sería siempre el diamante único, refulgente en su límpido esplendor de luz deslumbrante entre la coloreada miseria de las esmeraldas y de los zafiros.
Y si un día fuesen llamados los hombres ante un tribunal sobrehumano, y hubiesen de dar cuenta a los jueces de todos los errores cometidos y de las antiguas infamias renovadas todos los días, y de los estragos que duran desde hace milenios, y de toda la sangre salida de las venas de nuestros hermanos, y de todas las lágrimas vertidas por los ojos de los hijos de los hombres, y de nuestra dureza de corazón, y de nuestra perfidia, que es comparable únicamente con nuestra imbecilidad, no llevaríamos ante ese tribunal las razones de los filósofos, por sabias y bien hiladas que sean, ni las ciencias, sistemas efímeros de símbolos y de recetas; ni nuestras leyes, turbias componendas entre la ferocidad y el miedo. No mostraríamos, como compensación de tanto mal y resarcimiento de nuestras empedernidas morosidades, como descargo de sesenta siglos de atroz historia y como atenuante única de todas las acusaciones, nada más que los pocos versículos del Sermón de la Montaña y los frutos que ha producido.
Quien lo ha leído una vez y no ha sentido, al menos en el breve momento de la lectura, un estremecimiento de agradecida ternura, un principio de llanto en lo más hondo de la garganta, un ansia de amor y remordimiento, una necesidad confusa pero punzante de hacer algo para que aquellas palabras no sean tan sólo palabras, para que aquel sermón no sea únicamente sonido y símbolo sino esperanza inminente, vida viva en todos los vivos, verdad presente, verdad para siempre y para todos; quien lo ha leído una vez y no ha experimentado todo esto, mejor que ningún otro merece nuestro amor, porque todo el amor de los hombres no podrá nunca compensarle de lo que ha perdido.
La Montaña sobre la cual estaba Jesús el día del Sermón, era ciertamente menos alta que aquella desde donde Satanás le había hecho ver los reinos de la tierra. Desde allí no se veía más que la campiña tendida al sol manso de la tarde, y de una parte el óvalo verde-plata del lago y de la otra la larga cresta del Carmelo, donde Elías venció las asechanzas de los secuaces de Baal. Pero desde aquel monte humilde, que únicamente la hipérbole de los cronistas llamó montaña, y tal vez fuera un altozano o una roca apenas elevada de la tierra, desde aquel monte que ni siquiera merecía el nombre de monte, Jesús hizo ver el Reino que no tiene fin ni confín, y escribió en la carne de los corazones — no en tablas de piedra, como en el Sinaí — el canto del hombre nuevo, el himno de la soberana excelencia.
"¡Cuán bellos son los pies de aquel que sobre los montes anuncia y predica la paz!" . Isaías no fue nunca tan profeta como en el momento en que le brotaron del alma estas palabras.
Jesús estaba sentado en una altura en medio de los primeros Apóstoles, cercado por centenares de ojos que miraban sus ojos, y alguien le preguntó a quién correspondería ese Reino de Dios del que tanto hablaba siempre.
Jesús respondió con las nueve Bienaventuranzas, que son como el peristilo, "fúlgido de fulgor", de todo el Sermón.
Las Bienaventuranzas, frecuentemente deletreadas todavía hoy por aquellos mismos que han perdido su sentido, frecuentemente se interpretan mal. Muy a menudo se las amputa, se las mutila, se las deforma, se las envilece, se las tuerce. Y con todo, compendian el primer día, aquel festivo día de la enseñanza de Jesús.
"Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos". Lucas omitió las palabras "de espíritu" y dijo, sin más: los pobres. Alguien, moderno y malicioso, entendió los simples, los tontos, los beocios. Habría que escoger, en suma, entre los desheredados y los imbéciles.
Jesús no pensaba en aquel momento ni en los unos ni en los otros. Jesús no simpatizaba con los ricos y detestaba con toda su alma la avidez de la riqueza, estorbo grandísimo al verdadero enriquecimiento del alma. Jesús prefería a los pobres, y los confortaba porque tienen más necesidad de calor, y les hablaba porque tienen más necesidad de ser saciados con palabras de amor; pero estaba lejos de pensar que bastase el ser pobre — material, socialmente pobre — para sin más tener derecho a gozar del Reino.
Jesús nunca mostró admiración de esa inteligencia que es sólo inteligencia de cosas abstractas y memoria de frases; los puramente sistemáticos y metafísicos, los sofistas, los escudriñadores de la naturaleza, los devoradores de libros no hubieran hallado gracia ante sus ojos. Pero la inteligencia, el poder de entender los signos de lo porvenir y el sentido de los símbolos — la inteligencia iluminadora y profética, adueñamiento amoroso de la verdad — era también un don a sus ojos, y muchas veces lamentó que tan poca demostrasen sus oyentes y sus discípulos. La suprema inteligencia consistía para él en comprender que la inteligencia sola no basta, que es menester también dar el alma para obtener la felicidad — porque la felicidad no es sueño absurdo, sino siempre — posible y al alcance de la mano —, pero que la inteligencia debe ayudarnos en esa total transmutación. No eran, pues, los tontos y los mentecatos a quienes llamaba bienaventurados.
Pobres de espíritu son aquellos que tienen plena y dolorosa conciencia de su pobreza espiritual, de la imperfección de su propia alma, de la escasez de bien que hay en todos nosotros, de la indigencia moral en que yace la mayoría. Solamente los pobres que saben de veras que son pobres padecen su pobreza, y porque padecen intentan salir de ella. Muy diferentes de los falsos ricos, de los ciegos, de los orgullosos ricos que se creen perfectos e imperfectibles, en regla con todos, en gracia de Dios y de los hombres, y no sienten el ansia de ascender, porque se creen en lo alto, porque no se dan cuenta de su insondable miseria.
Aquellos, pues, que se confiesen pobres y padezcan por conquistar la verdadera riqueza que es la perfección, llegarán a ser santos como santo es Dios y de ellos será el reino de los Cielos. Aquellos, por el contrario, que descansen satisfechos en el contento de sí mismos, que no sientan el hedor de la basura amontonada y oculta bajo la vanagloria, no entrarán en el Reino.
“Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra". La tierra que aquí se promete no es el campo del terruño ni las monarquías con ciudades construidas. En el lenguaje mesiánico, "poseer la tierra" significa participar en el nuevo Reino. El soldado que combate por la tierra terrestre tiene cierta necesidad de ser feroz. Pero el que combate en sí mismo por la conquista de la nueva tierra y del nuevo cielo, no debe entregarse a la rabia, consejera del mal, ni a la crueldad, negación del amor. Los mansos son aquellos que soportan la vecindad de los malos y la propia, muchas veces más ingrata; que no se revuelven contra los malos, pero los vencen por la dulzura; y no se enfurecen a las primeras contrariedades, sino que vencen al eterno adversario con aquella plácida constancia que manifiesta más fuerza de ánimo que los estériles y súbitos furores. Son semejantes al agua, que es suave al contacto y hace sitio a todos, pero que asciende lentamente, penetra en silencio y consume mansamente, con la paciencia de los años, los más duros pedernales.
"Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados". Los afligidos, los lacrimosos, los que sienten asco de sí mismos y compasión del mundo y no viven en la ebria y supina estupidez de la vida corriente y lloran la infelicidad propia y la de sus hermanos, y lloran los esfuerzos fallidos y la ceguera que retrasa la victoria de la luz — porque la luz del cielo no aprovecha a los hombres si los ojos de éstos no la reflejan —, y lloran la lejanía de ese bien infinitas veces soñado, infinitas veces prometido y, sin embargo, por culpa nuestra y de todos, cada vez más lejano; los que lloran las ofensas recibidas, sin aumentar los afanes con las venganzas, y lloran el mal que han hecho y el bien que hubieran podido hacer y no han hecho; los que no se desesperan por haber perdido un tesoro visible, sino que ansían los tesoros invisibles; los que así lloran, apresuran con las lágrimas la conversión, y es justo que un día sean consolados.
"Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán hartos". La justicia que Jesús entiende aquí no es la justicia de los hombres, la obediencia a las leyes humanas, la conformidad a los códigos, el respeto de los usos y transacciones establecidos por los hombres. El justo, en la lengua de los salmistas y los profetas, es el hombre que vive según la voluntad de Dios, arquetipo supremo de toda perfección. No según la Ley escrita por los escribas, registrada en los libros, diluida en la casuística talmúdica, enturbiada por la sutileza de los fariseos, sino según la ley única y sencilla que Jesús reduce a un mandamiento que los contiene todos: Ama a Dios sobre todas las cosas y a todos los hombres, próximos y lejanos, conciudadanos y extranjeros, amigos y enemigos, como a ti mismo. Aquellos que padecen un continuo deseo de esta justicia calmarán en el Reino su hambre y su sed. Aunque no consigan ser en todo perfectos, mucho les será condonado por lo que la víspera padecieron.
"Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos hallarán misericordia". El que ame será amado, el que socorra será socorrido. La ley del Talión está abolida para el Mal, pero continúa en vigor para el Bien. Cometemos de continuo pecados contra Dios, y esos pecados no nos serán perdonados mientras no perdonemos los cometidos contra nosotros. Cristo está en todos los hombres, y lo que a ellos hagamos nos será hecho "Lo que hagáis al más pequeño de vosotros, me será hecho a mí". Si tenemos compasión de los demás podremos tener compasión de nosotros mismos; únicamente con la condición que perdonemos el mal que los demás nos han hecho podremos esperar que Dios nos perdone el que nos hagamos a nosotros mismos.
"Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios”. Son limpios de corazón los que no tienen otro deseo que la perfección, otra gloria que la victoria sobre el mal que por doquier nos acecha. Quien tenga el corazón rebosante de locos deseos, de ambiciones terrestres y de todas las concupiscencias que acucian a la gusanera que se retuerce sobre la tierra, no podrá ver nunca a Dios cara a cara, nunca le será grato naufragar en su feliz magnificencia.
"Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios". Los pacíficos no son los mansos de la segunda Bienaventuranza. Estos no respondían al mal con el mal; los pacíficos llevan el bien donde está el mal; firman las paces donde se enfurecen las guerras. Cuando Jesús dijo que había venido a traer guerra y no paz, entendía por ello la guerra al Mal, a Satanás, al Mundo; al Mal, que es ofensa; a Satanás, que mata; al Mundo, que es continua refriega; entendía, en suma, la guerra a la guerra. Los pacíficos son precisamente los que mueven guerra a la guerra, los aplacadores, los procuradores de la concordia. El origen de toda guerra es el amor de si mismo — el amor que se convierte en amor de las riquezas, orgullo de lo poseído, envidia de quien tiene más, odio a los émulos — y la nueva Ley viene a enseñar la propia abnegación, el desprecio de los bienes que se pueden medir, el amor a todos los hombres, incluso a aquellos que nos odian. Los pacíficos que enseñan y practican este amor, arrancan la raíz de toda guerra; cuando todo hombre ame a sus hermanos como a si mismo, no habrá guerras, ni pequeñas, ni grandes, ni domésticas, ni imperiales, ni de palabra, ni de obra, entre hombre y hombre, entre casta y casta, entre pueblo y pueblo. Los pacíficos habrán aquietado la tierra y serán llamados con justicia hijos de Dios, y entrarán los primeros en el Reino que Jesucristo viene a fundar,
"Bienaventurados los que sufren persecución por la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos". Yo os mando a fundar este Reino que es el Reino de Dios, de esa más alta justicia que es el amor, de esa bondad paternal que se llama Dios; os mando, pues, para combatir a los sostenes de la injusticia, a los lacayos de la materia, a los prosélitos del Adversario. Éstos, asaltados, se defenderán; para defenderse, os ofenderán. Seréis torturados en el cuerpo, atormentados en el alma, privados de la libertad y tal vez de la vida. Pero si aceptáis el sufrir alegremente para llevar a los demás la Justicia que os hace sufrir, esa persecución será título indubitable para entrar en ese Reino que, en la parte que os corresponde, habéis fundado.
"Bienaventurados cuando os ultrajen y, mintiendo, digan de vosotros toda clase de males. Alegraos y regocijaos porque grande es vuestra recompensa en los cielos; que así antes que a vosotros han perseguido a los Profetas”. La persecución es especialmente material, en el orden físico, en el orden jurídico y en el político. Os podrán quitar el pan y la pura luz del sol y la libertad y querrán quebrantaros los huesos. Pero no bastará la persecución. Aguardad el insulto y la calumnia. No se contentarán con condenaros porque queráis cambiar a los hombres bestias en santos; aquellos, tendidos en la basura hedionda de la animalidad, no quieren de ninguna manera salir de ella ni se contentarán con destrozaros el cuerpo. Os llegarán al alma, os acusarán de toda torpeza, os lapidarán con vituperios y contumelias; y los cerdos dirán que sois sucios, los asnos jurarán que sois ignorantes, los cuervos os acusarán de que coméis carroña, los carneros os arrojarán por malolientes, los disolutos os tildarán de lujuriosos, y los ladrones os denunciarán por hurto. Pero vosotros debéis alegraros cada vez más, porque el insulto de los malos es consagración de vuestra bondad, y el barro que os lanzaren los impuros, prenda de vuestra pureza. Esta es, como dirá San Francisco, la perfecta Alegría "Sobre todas las gracias que Cristo concede a sus amigos está la de vencerse a sí mismo y sufrir de buen grado penas, injurias, oprobios y molestias, porque de todos los demás dones de Dios no podemos gloriarnos, porque no son nuestros, sino de Dios; pero de la tribulación y la aflicción podemos gloriarnos, porque eso es nuestro". Todos los Profetas que han hablado en la tierra han sido insultados por los hombres; lo mismo acaecerá a los que han de venir. Precisamente en eso se conoce a los Profetas: cuando, llenos de fango y cubiertos de vergüenza, pasan entre los hombres, alegre el semblante, sin dejar de decir lo que les dicta la conciencia. No basta el fango para cerrar los labios de los que han de hablar. Aunque maten al Profeta, no podrán reducirlo al silencio, porque su Voz, multiplicada por las resonancias de la muerte, se dirá en todas las lenguas y por todos los siglos.
Con esta promesa concluyen las Bienaventuranzas. Los ciudadanos del Reino están hallados y contraseñados. Todo el mundo podrá reconocerlos. Los refractarios están advertidos; los que peligran, confortados.
Los avaros, los soberbios, los satisfechos, los violentos, los injustos, los guerreadores, los que ríen, los que no tienen hambre de perfección, los que persiguen y ultrajan, no podrán entrar en el Reino de los Cielos. No podrán entrar hasta que ellos, a su vez, no hayan sido vencidos y cambiados, convertidos en lo contrario de lo que son hoy. Los que parecen bienaventurados según el mundo, aquellos a quienes el mundo envidia, imita y admira, están más lejos de la verdadera bienaventuranza que los demás a quienes el mundo desprecia y detesta. En este preámbulo exultante Jesús ha invertido las jerarquías humanas; ahora, continuando, invertirá los valores de la vida y ninguna otra evaluación será tan divinamente paradójica como la suya.
Fuerteventura, 06 de Septiembre de 2012
No hay comentarios:
Publicar un comentario